Recogemos aquí, por su interés, el artículo de Martín Prieto sobre el viaje a Melilla de los Amigos del Telégrafo, publicado en el último número de la revista de la Asociación.

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 Mi habitual temor a volar alcanzó un punto crítico cuando vi el pequeño avión que nos esperaba en la T4 del aeropuerto de Madrid. Quisieron serenar mi inquietud con la acla­ración de que era un turbo-hélice, pero el turbo no lo descubrí; sólo unas grandes hélices sobre las alas fijaban mi atención y mi angustia. Me preguntaba lo que sería de aquel juguete en los vientos de Levante o de Poniente, cuando cruzara el Mar de Alborán, camino del cabo de Tres Forcas.

Pero es que el aeropuerto de Melilla no da para más. Pequeño, corto y en el centro de la ciudad, fue sufi­ciente para llegar y rendirnos, casi al instante, a los pies de sus fortalezas y de sus calles. No obstante, nos propusimos conquistar la ciudad o ¿tal vez fue ella la que nos conquistó?

Melilla, importante centro comercial en tiempo de los fenicios que la llamaron Rusadir, conserva su impronta militar desde los siglos XV-XVI, cuando el Duque de Medina levantó sus primeras murallas.

 

Por la Puerta de Santiago nos colamos en La Ciu­dadela, también llamada Melilla la Vieja, enorme recinto fortificado que descansa sobre una roca cal­cárea de 30 m. de altura. Allí encontramos: la Iglesia de la Purísima Concepción (XVII) y entre sus alta­res barrocos el de Ntra. Sra. de la Victoria (XVIII), patrona de la ciudad; los Aljibes de las Peñuelas (XVI), extraordinaria obra de ingeniería civil; Las Cuevas del Conventico, que fueron grutas natura­les, primeramente, luego lugar de culto en tiempo de guerras y estancias para descanso de los soldados durante el asedio del sultán Sidi Mohamed Ben Abdalah en 1774; la Batería Real y hasta la Herman­dad del Rocío tienen un lugar en la Plaza de Armas en el corazón de la ciudadela.

Pero Melilla se hizo grande con el tiro del cañón “El Caminante”, y surgió una ciudad para asombro de los peninsulares. Dicen que es la segunda ciu­dad de España en edificios modernistas. La primera ya la conocemos, y la segunda nace del padre del modernismo melillense, Enrique Nieto, arquitec­to catalán, discípulo de Gaudí, cuyos edificios art decó, destilan sabor al ensanche barcelonés: Casa Melul, Casa de los Cristales, Cámara de Comercio, Casa Vicente Martínez, la Sinagoga y el Palacio de la Asamblea son ejemplos de esos más de un millar de bellezas urbanas que se despliegan en el trián­gulo de oro cuyo centro, la Plaza de los Héroes, tiene bancos y jardineras ataviados con trocitos del tranquedis gaudiano. Y no podemos silenciar la pequeña Maestranza, de estilo neobarroco, única plaza de toros del continente africano.

Pero, al poco tiempo de llegar, nuestra excursión rodará por escenarios con marcado acento militar. Y no lo digo por la magnífica recepción que nos dispensó el general de la Comandancia Militar de Melilla, no, de eso se escribirá en otra parte, lo digo porque nos llevaron a lugares de muchas batallas que soldados españoles libraron contra el rifeño Abd-el-Krim. Peñón de Vélez, la playa de la Ceba­dilla en Alhucema, Monte Arruit, el Barranco del Lobo, el Gurugú.

De todos estos hechos nos hablaron con verdadero realismo y sentido patriótico en los acuartelamien­tos que visitamos: en el Fuerte Cabrerizas de la Legión, en el de Rostro Gordo o en el acuar­telamiento Capitán Arenas del Regimiento de Ingenieros nº 8. En todos ellos surgieron términos del pasado como: desastres, desembarco, matan­zas, asedios y heroicidades. Hoy, por desgracia, en Melilla se habla de “menas” y “concertinas” y hemos tenido la desagradable oportunidad de verlo in situ, tanto lo uno como lo otro y, ¡hay que decirlo!: las concertinas no están en el lado español sino en el marroquí.

En fin, hablar de Melilla es hablar de un modelo de regeneración urbana en donde el racionalismo militar encontró en el modernismo un comple­mento perfecto para transformar una ciudad. Hablar de Melilla es también hablar de un ejemplo de convivencia entre pueblos de distintos orígenes, de culturas y religiones diversas, que han forjado una sociedad que asumió con tolerancia un pasado de dolores y sufrimientos y que está decidida a vivir en paz. Hablar de Melilla es hablar de España, de su españolismo al que nunca renunció desde 1497.

Y así reza en una placa del Parador de la roca:

 “Según la historia proclama,

Del siglo quince al final,

Quedando a España agregada

Melilla fue conquistada

Por Pedro de Estopiñá."