En la reciente Jornada Los Telegrafistas y el Arte, que tuvo lugar en Madrid, el pasado 12 de febrero, se celebró un homenaje al primer presidente de nuestra asociación, Sebastián Olivé Roig, en la que hubo intervenciones de los asistentes recordando su figura. Recogemos aquí la aportación de Joaquín Muñoz Calero.

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EN MEMORIA DE SEBASTIÁN OLIVÉ

¿Qué decir de Sebastián Olivé a estas alturas? Algo que no suene a elegía o loa, a las que tan prestos acudimos cuando se trata de recordar a alguien cuando muere?

 Se me hace costoso el empleo de la retórica florida, de la grandilocuencia o las manidas alusiones a lo transcendente. Entre otras razones, porque el amigo, el verdadero amigo nunca se va. Se enquista en nosotros, se hace presente, nos acompaña hasta el final, hasta el momento en que también nosotros nos vamos. Después…, el después ya no es cosa nuestra. Pasa a serlo de los vivos.

Ingresé en Telégrafos en el 79, aterricé en el Edificio Télex, junto a Olivé, mi mesa frente a la suya. Habría sido imposible que allí no floreciese la amistad en estado puro. Ese tipo de amistad que nace libre de espurios intereses y resiste las interferencias del tiempo. En esas condiciones se aprende y aplica rápido el oficio, pues Sebastián transmitía conocimientos con la destreza de un auténtico maestro artesano. Sabemos la dificultad que encierra enseñar en parcelas refractarias a los sentidos, como es el caso de las telecomunicaciones, pero él lo hacía de tal forma que los conceptos abstractos se percibían como tangibles. Eso habla de su calidad como profesor.

 

 Pero yo no vengo aquí a hablar de los aspectos biográficos de Sebastián, de su incuestionable vocación de servidor público ni de su reconocido talento profesional. Eso es cosa sabida. Me apetece hablar de aquello que alimenta el sentimiento, de aquello que nos hace percibir el aquí y el ahora como si no existiesen los relojes. Hablo de su dimensión humana. De aquello que deja impronta en lo personal.

 Fue un placer trabajar con él, las horas pasaban rápido, pero había algo más: algo que me hacía anhelar las pausas del café, en alguna de las palpitantes cafeterías de esta calle en la que ahora nos encontramos. Durante esas pausas, cerrábamos la puerta a la tecnología, los desayunos cotidianos se transformaban en ágoras en las que conversábamos de todo cuanto se ponía al alcance del interés común. Lo hacíamos sin barreras ni prejuicios.

 La franqueza de Sebastián, sus palabras transparentes, su valiente y lúcido posicionamiento en cualquier cuestión de debate (social, político o lo que fuera), me hizo apreciarlo sin fisuras. Fue tal nuestra complicidad, que terminamos por ampliar ese “ágora” a los fines de semana, en la cercana sierra madrileña, donde continuábamos compartiendo aperitivo, pensamiento y palabra.

 El mundo del trabajo, como sabemos, es caprichoso, nos somete a cambios de destino y, a veces, afecta a la propia función que desempeñamos. Sebastián y yo no nos libramos de eso, pero la fortuna nos hizo reencontrarnos con frecuencia. Para mí (eterno migrante laboral) era una alegría volver a coincidir con él en los Servicios Técnicos, junto a profesionales sin tacha como José María Novillo, Javier Nadal y Abilio Rodríguez; también coincidimos ambos como profesores en esta sede que hoy nos acoge, la que, en su día, fue la entrañable Escuela Oficial de Comunicaciones, y, por último, en esta Asociación que él presidía con generosidad y talento.

 Como dije al principio, Sebastián no se ha ido. Nunca se van aquellos a los que se quiere y de los que se aprende. Está entre nosotros, con aquella sonrisa amable y el talante siempre presto a ayudar a quien lo necesitase. Un catalán de pensamiento amplio, agudo y templado, cabal, de esos que nunca meten ruido, de los que hay que ir a buscar, porque la ambición de poder jamás les distrae del verdadero camino.

Un hombre sabio y bueno.

Lo decimos su familia y todos los que aún somos y seguiremos siendo sus amigos.

 Muchas gracias a todos