Publicamos aquí un cuento, con notas telegráficas, de Avelina Jorge, incluido en el último número de la revista TELEGRAFISTAS.COM, titulado "Turno de noche. El extraño suceso".
============================================
Dicen que todo empezó con una especie de nubes de polvo, aquí y allá, que se iban haciendo cada vez mayores y golpeaban las lunetas de los automóviles. Por lo menos en eso, todos coincidieron. Aquella mañana hacía frío, más de lo que se hubiera esperado en los primeros días de primavera. Parece ser que los aparatos de radio habían ido enmudeciendo gradualmente, después de una serie de gorgoteos, y en algún caso, interferencias en un idioma desconocido, monosilábico y gutural. Alguien comentó que le recordaba el euskera.
Luego, todo enmudeció. El coche que iba en cabeza se detuvo al llegar a una explanada. Los demás hicieron lo mismo y curiosamente no hubo ni bocinazos ni insultos. Solo el conductor del primer coche profirió una sonora palabrota. La mujer que iba a su lado procedió con mucha calma a quitarse los rulos por debajo de un pañuelo floreado. Luego hizo un gesto de silencio a un niño pequeño o quizá a un animalito que viajaba en la parte de atrás.
Entonces empezó a levantarse del suelo un sonido que todos describieron, cuando menos, como “inquietante”; aunque mientras unos sostenían que se trataba de un zumbido como si cientos y cientos de abejas despavoridas chocaran entre sí, otros lo comparaban al susurro de un viento helado y cortante como una hoja de acero.
Un hombre, salido de nadie sabe dónde, se puso a golpear las lunetas de los cristales. Al
parecer se trataba de un vagabundo que había llegado hacía poco al pueblo. La mayoría de la gente no bajó las ventanillas y el hombre empezó a hacer muecas y señalar al frente. Entonces algunos de los conductores salieron con sus escopetas de caza y se dirigieron hacia la explanada. Una mujer, que resultó ser la telegrafista del pueblo contiguo, bajó también con una antigua máquina de fotografiar.
“Algo descendía sobre nosotros, algo oblongo,anaranjado y humeante. En su superficie había distintos dibujos, como signos que se convertían en extraños rostros. Y los rostros parpadeaban y se movían.” Esas palabras del alcalde, que junto con dos concejales y el médico del pueblo, había organizado una partida de caza, fueron confirmadas por varios de los vecinos, incluso por algunos que, según se averiguó luego, nunca estuvieron allí.
En cambio, la telegrafista, una mujer que acababa de ser trasladada y hacía poco que acababa de tomar posesión de su primer destino, afirmaba que sí se veían caras, pero que permanecían estáticas y que despedían una especie de polvillo dorado, que se extinguía a los pocos segundos. Después de dar unos pasos, los hombres se pararon, petrificados. Luego empezaron a moverse de un lado para otro; retrocedían, pero procurando que no se notara.
De repente, una mujer surgió, parecía que venía de los coches más retrasados; atravesó la explanada aullando como una loca, flotando al viento una especie de camisón blanco. Cuando estuvo al borde del haz de luz anaranjado, desapareció. Casi a continuación se destacó la figura de un hombre que la seguía; andaba como un viejo y llevaba algo en la mano.
--¡Devolvédmela! –gritó– antes de que cuente hasta tres o…
-- Uno- Nadie habló, nadie intentó detenerlo.
-- Dos- Un crujido y sacó el arma de la funda.
--Tres- El hombre hizo fuego y siguió disparando por lo menos cuatro veces más.
Aquello, lo que quiera que fuese, se plegó como una prenda de vestir muy fina. De repente estalló en pedazos y cada pedazo tomaba una forma distinta, como si se tratara de naves fantasmales; todos estuvieron de acuerdo en que sus velas eran plateadas. “Era como plata de luna”, diría más tarde el bibliotecario, que era considerado como el poeta del pueblo. El hombre que iba en el primer coche bajó del vehículo y echó a andar. Con los pies muy firmes, fumando con toda tranquilidad. La mujer de los rulos le seguía, hablando a gritos.
--No sabes lo que te espera. Son monstruos–
El hombre ni volvió la cabeza.
--Te harán sus esclavos… te torturarán.
--¡Me da igual! –dijo el hombre, dirigiéndose a todos en general.
--No lo comprendo ¡no lo comprendo!, ¿es que no me quieres?
El hombre avanzó con una gran sonrisa, según dijeron los que podían verlo. La mujer sollozaba abiertamente; su mano extendida le ofrecía algo, pero él ni siquiera se volvió.
Más tarde se supo que se trataba de un par de calcetines limpios, muy bien enrollados. Un perro que emitía agudos ladridos fue tras el hombre y una luz anaranjada se abrió ante ambos. Luego fue como si se los hubiera tragado.
Nadie más se atrevió a seguirlos. Entonces apareció el cura, que según afirmó, se dirigía a administrar los óleos a un enfermo del pueblo vecino. Se detuvo a una distancia prudencial y empezó a decir algo en latín, mientras dirigía el hisopo hasta “aquello”. Muchos se pusieron de rodillas, sobrecogidos. Otros, entre ellos la telegrafista, se pusieron a fotografiar aquella especie de naves azules y anaranjadas que empezaron a aletear en pequeños estallidos. Luego todo empezó a dar vueltas, unas vueltas de vértigo. El viento rugía como nadie recordaba haber oído nunca.
Y esto es lo último que pudieron recordar los espectadores del extraño suceso. Unos, por su propio pie; otros, arrastrados por los que mantenían la consciencia, se refugiaron en sus vehículos hasta que el atardecer los sorprendió frotándose los ojos y tratando de hilvanar algo medianamente creíble. Al cabo acordaron aportar cada uno su impresión procurando ajustarse a lo que sus sentidos recordaban. Con sus testimonios pude armar este relato, aunque reconozco que algún detalle es de mi cosecha, para dar más realce a la narración.
Lo que todos pudimos constatar es que el perrillo apareció a los pocos días, empapado y oculto bajo un cobertizo. No dejaba de temblar y había enmudecido por completo. En cuanto a la desconocida, no se supo nada más. El hombre que había disparado desapareció en su camioneta; llevaba un gesto tan terrible que nadie se atrevió a preguntarle, ni siquiera a seguirlo.
Varias personas advirtieron la desaparición de objetos personales, de menos o más valor, que faltaban de los asientos traseros de sus coches, así como algunas carteras. Se culpó al vagabundo que exhortaba a la gente a salir del coche, pero no se pudo comprobar nada, y el hombre fue ingresado a los pocos días, en pleno coma etílico. No se supo más de él.
Todos esperaban con expectación el revelado de las fotografías. Fue inútil. Aparte de las nubes de polvo, todo aparecía velado. Excepto una que tomó la telegrafista (que luego sería mi tía política) en la que entre nubes de polvo verdoso se podía apreciar ciertos signos que no se dieron a conocer y según mi tía, se mandaron a la Nasa y fueron clasificados como “Top Secret”. Sin embargo, ella se guardó una copia y me la enseñó bajo promesa de no publicarla nunca…
Pero creo que ya ha llegado el momento.