Por: Leonardo Ossa

Miembro del Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia (Colombia)


Recuerdo que al finalizar las clases una tarde en mi primer año de escuela, salí corriendo mientras mi mejor amigo me llamaba con insistencia. No le presté atención y se regresó con desagrado en busca de otros niños. El cúmulo de ansiedad no me daba espacio para los acostumbrados juegos callejeros en aquella tarde.

Tras unos minutos llegué jadeante a la playa. Me fascinó como siempre la visión brumosa del paisaje solitario en el que las palmeras y las hojas de los almendros se mecían con el viento soplado desde el medio del océano.

Me acerqué a un árbol del pan muy frondoso y allí me descalcé quitándome también las medias que tenía rotas. Las doblé en dos por la parte de los talones, y me despojé además de la franela blanca con cuello redondo, que lucía deformado por las incontables veces que lo retorcí para escurrirlo. Hice un zurullo con lo que me quité, y lo escondí entre las raíces del árbol cubriéndolo todo con un cuaderno de puntas estropeadas, y el lápiz mordido sin rastros de borrador que llevaba a mis estudios.

Conservé puesto únicamente el pantalón corto de color azul, y emprendí una caminata arrítmica a lo largo de la playa mientras escuchaba los azotes del viento en el pabellón de mis orejas; sentía el agua tibia de las olas remojándome los pies, y el retiro del mar llevándose la arena que pisaba.

Iba recogiendo pequeñas conchas que lanzaba de vuelta al mar, y me entretenía mirando el horizonte para imaginar países y personas exóticas que algún día esperaba conocer.

Al finalizar la playa, en un rincón formado por una elevación boscosa del terreno con zona de rocas, encontré a quien yo buscaba… mi padre. Allí permanecía él en horas de la tarde con otros pescadores remallando redes o reparando los motores y las canoas en que hacían sus faenas.

Saludé a todos, y de inmediato la impaciencia pareció dominarme, pues no demoré mucho en empezar a preguntar si nos podíamos ir yendo, ya que el afán que yo tenía, era el de salir toda la noche a pescar con ellos.

Debieron pasar horas para que finalmente estuviéramos muy lejos de la orilla contemplando el esplendor de las constelaciones en el firmamento.

Los peces en el mar se veían nadar bajo nosotros, abundantes, grandes y con una luminosidad verdosa que facilitaba la identificación, de un pargo, un atún o un mero en medio de la noche.

Finalmente me quedé dormido y vine a despertar cuando en la playa amanecía, y mi padre ya cargaba con la ristra de la pesca que nos llevaríamos a casa. Papá me comentó que aquella fecha era la del cumpleaños de mi madre.

Cuando ella nos sintió llegar, nos recibió con una taza caliente de chocolate batido en agua de coco, acompañada por un generoso trozo de queso frito.

Nadie mencionó lo del cumpleaños, y mi madre como era costumbre, comenzó con un cuchillo a cortar el pescado. Mi padre que ya había acabado con su desayuno y dormitaba un poco en la hamaca, se levantó nuevamente y la felicitó, diciéndole que una de las cabezas de pescado –la presa del animal que ella más disfrutaba- traía un obsequio especial para celebrar el onomástico. Mi madre y yo hicimos gestos de extrañeza. Él empezó a coger una por una las cabezas que ya habían sido separadas de sus cuerpos y les abría la boca dejándonos mirar al interior. La tercera cabeza contenía incrustado en la lengua, el anillo de oro que mamá acusaba perdido desde hacía un mes y que habíamos buscado en forma exhaustiva todo un domingo, por tratarse del aro bendito con el que habían sellado su matrimonio.

Yo mismo me había metido bajo la casa, con la linterna que nos prestó un vecino, a buscar la prenda que posiblemente hubiera podido rodar entre las tablas desvencijadas del suelo. Lo único que encontré en esa ocasión fue la muda ajada del cuero de una culebra.

Cuando mamá reconoció el anillo, sus ojos se humedecieron de alegría, y jubilosa abrazaba a papá dando las gracias por la ocurrencia del anillo vuelto a regalar en una fecha tan especial para ella. Yo permanecí estupefacto a mi corta edad sin entender cómo era posible que el anillo apareciera de esa forma.

Me deleitaba viendo el gozo de mi madre con aquel obsequio y no cesaba de mirarla al rostro. Sus ojos reían a la par con su sonrisa y toda ella se veía muy dichosa.

Días después le pregunté a mi padre cómo pudo suceder aquello, tras lo cual me respondió mientras hacía un guiño, que la argolla sí duró extraviada de verdad, pero que él tuvo la suerte de recuperarla y calladamente conservarla para hacer el truco en esa fecha.

Me maravillé de la simplicidad de la artimaña y me carcajeé por no haberlo comprendido antes.

Mi abuelita estaba por cumplir años, así que en una tarde paseando por su casa mencioné que para ese día yo le traería de regalo un buen pescado. Sonrió, pero no con la felicidad con que había visto la sonrisa de mi madre. Así que yo aguardé a que se ocupara de sus cosas para mientras tanto, buscar en un cajón el dije en filigrana de oro con pepitas de esmeralda heredado de su madre.

Recuerdo que lo conservé con mucha curia hasta que llegado el día me embarqué para ir de pesca con papá sin contarle de mis planes. Cuando vi los peces bajo la canoa con su propia luminosidad deje caer el dije al agua, convencido de que la abuela lo hallaría en su pescado, lo reconocería, y moriría de felicidad tras recuperarlo.

6 de septiembre de 2012